Hasta la aprobación de la Convención Internacional contra las Desapariciones Forzadas en 2006, que repudia su realización por agentes de la fuerza pública y también los que “sean obra de personas o grupos de personas que actúen sin la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado”, Naciones Unidas había elaborado reglas vinculantes exclusivamente para los Estados.
La génesis de este cambio abreva en el Estatuto de la Corte Penal Internacional (CPI), adoptado en 1998, que al definir las desapariciones forzadas reprueba “la aprehensión (captura o arresto), la detención o el secuestro de personas por un Estado o una organización política, (…), seguido de la negativa a admitir tal privación de libertad o dar información sobre la suerte o el paradero de esas personas, con la intención de dejarlas fuera del amparo de la ley por un período prolongado”.
La CPI observa que las desapariciones forzadas pueden constituir crímenes de guerra y de lesa humanidad, es decir imprescriptibles, en equivalencia con prácticas similares de asesinato, esclavitud, encarcelamiento, deportación, exterminio, tortura, apartheid, persecuciones a colectivos con entidad propia y violación sexual.
Para que así lo sea, cada una de esas atrocidades, agrupadas o individualmente, deben ser «parte de un ataque generalizado o sistemático contra una población civil”. Tendrá por consiguiente que demostrarse “la comisión múltiple de actos” de esa naturaleza, en “conformidad con la política de un Estado o de una organización de cometer ese ataque o para promover esa política”.
Una vez anuladas las leyes de punto final y obediencia debida, abolidas en 2003 por el gobierno de Néstor Kirchner, la Corte Suprema de Justicia de la Nación en Argentina (CSJN) dispuso que la dictadura militar (1976-1983) había incurrido en esos delitos imprescriptibles, por lo que se reiniciaron los juicios a lo largo y ancho del mapa nacional.
El 14 de marzo de 2008 la Cámara Federal de Buenos Aires valoró de manera análoga los ilícitos de las Tres A, aquellos paramilitares alentados por José López Rega, el superministro de la presidenta María Estela Isabel Martínez de Perón, previos al golpe de la Junta Militar del 24 de marzo de 1976, en un sumario donde se han reunido 681 hechos criminales sobre la base de tres criterios. Los actos fueron masivos, sistemáticos y se efectuaron al abrigo del Estado.
Por no reunir ninguno de esos tres elementos, la misma Cámara Federal de Buenos Aires había desestimado en 2007 que la voladura de una central policial en Buenos Aires, el 2 de julio de 1976, episodio “aberrante” que ocasionara “inconmensurable daño”, cobrándose 23 muertos y 60 heridos, pudiera permitir reprochar a los Montoneros haber consumado crímenes de lesa humanidad. El 22 de marzo de 2011, la Cámara Nacional de Casación Penal respaldó el fallo que exime a los Montoneros de tales culpas, y la jueza Arroyo Salgado así también lo entendió el 24 de mayo de 2011 para con un secuestro extorsivo contra pago de rescate sucedido en el tramo final del gobierno de Isabel Perón.
En línea con lo estipulado por el Código Penal y mal que le pese a los integristas de las dictaduras militares y a los fundamentalistas de la derecha del peronismo, que desencadenaran las hostilidades y todavía las reivindican, los delitos de la guerrilla fueron infracciones comunes y ordinarias que han prescripto, jamás violaciones graves de los derechos humanos. Tampoco crímenes de lesa humanidad, que por flagelar masivamente a las poblaciones civiles, requieren una capacidad de planificación y control del territorio que los guerrilleros argentinos nunca dispusieron.
Juan Gasparini, Ginebra, Suiza.