Perduran los ecos de las revelaciones en torno al fallecimiento de Jorge Luis Borges el 14 de junio de 1986, hace 34 años en Ginebra. El paso del tiempo acrecienta los enigmas de sus tramos finales. Sus restos yacen exactamente en el cementerio reservado a las personalidad ilustres vinculadas a la historia de la ciudad. Probablemente tenía razón Louis-Ferdinand Céline en su Viaje al fin de la noche: «Todo lo interesante ocurre en la sombra, no cabe duda. No se sabe nada de la historia auténtica de los hombres».
Es sabido que el bardo ya ciego e inigualable en el habla y la escritura emprendió un inesperado viaje a Europa al finalizar 1985, viejo y enfermo. La primera huella del camino que lo llevó “al muere”, se detectó en Milán, Italia, durante una visita al psicoanalista y editor Armando Verdiglione, el cual organizó una serie de conferencias en las que Borges disertó, sin cansarse, sobre poesía. Verdiglione testimonió en el diario italiano La Repubblica. No recuerda que le haya dicho que se iba a instalar en Ginebra: “me habló de un retorno a Buenos Aires previsto en enero (de 1986) pero evidentemente cambió de idea”. (1)
El supuesto plan de retornar a Buenos Aires era presuntamente coherente con la compra que se le atribuye de un apartamento en la capital argentina, el 14 de noviembre de 1984, en Rodríguez Peña entre Arenales y Juncal, y la solicitud de un teléfono a su nombre, el 26 de abril de 1985, gestos documentados que mantienen notoriedad pública. Sin embargo, el cáncer de hígado que corrompía la salud de Borges, parece que frustró la hipotética programada vuelta. Del 12 al 22 de enero de 1986, y entre el 26 de enero y el 17 de febrero de 1986, estuvo internado en el Hospital de Ginebra. Se apagó el 14 de junio de ese mismo año, en un apartamento del casco antiguo de la ciudad, alquilado por un conjetural intermediario. Lo inhumaron tras una ceremonia concelebrada por un pastor protestante y un sacerdote católico en la gran Iglesia cantonal donde reinara Jean Calvin, el teólogo francés que hace cinco siglos rompiera con el Vaticano. No obstante, se impone recordar que Borges había sido agnóstico.
Sus lazos con Ginebra para justificar aquel sepelio, se vincularían con la literatura. Entre abril de 1914 y junio de 1918, el joven vivió en una pensión frente a la muralla que protegía el “barrio viejo”. Arribó acompañando a su padre, quien buscaba sanarse de una ceguera hereditaria, enfermedad que sin saberlo también incubaba el hijo. El estallido de la primera guerra mundial bloqueó al adolescente, su hermana y los padres en Suiza, impedidos de volver a Buenos Aires por barco. En esa época Borges cursó al menos parte del secundario en el prestigioso Collège Calvin, de la cual era vecina la pensión donde viviera aquella trashumante familia argentina durante 4 años.
Allí aprendió el francés y el latín, y por cuenta propia estudió el alemán, para leer a Shopenhauer en su idioma original, como me confiara en la entrevista que tuve el honor de hacerle el 5 de octubre de1984 en el mítico Hotel l’Arbalète, su alojamiento preferido cuando de adulto visitaba Ginebra. En semejante contexto, tomó la inesperada decisión que escribiría en castellano, sorprendente para un muchacho argentino que además hablaba perfectamente el inglés, gracias a la enseñanza personal de una de sus abuelas. De entonces, cuenta la leyenda, guardó la cicatriz de una frustrante iniciación sexual, y preservó tres amigos que le precedieron en la muerte: un abogado comunista, un librero y un médico urólogo, todos hijos de inmigrantes como él. (2)
Sus días postreros estuvieron jalonados por lo que podría aparentemente llamarse las últimas noticias del naufragio de la vejez. Se había ido de Argentina sin decirle adiós a sus allegados y familiares, cambiando de abogado, testamento, médico y estado civil. De súbito, mandó despedir a la empleada doméstica que lo cuidara durante largos años en Buenos Aires. A su vez, quiso hacerse helvético, iniciando tramites para tener un permiso de residencia En Ginebra, deseando incluso comprarse una propiedad en la “vieille ville”, una escenografía que lo hacía sentirse a gusto porque “las callejas montañosas”, campanas y fuentes, se mantenían incólumes, y la ceguera no le impedía saber por dónde caminaba.
Algunos de los suyos se enteraron por la prensa de su entierro en un cementerio distinto al adivinado en sus escritos. Las insidias alimentaron juicios en los tribunales y disputas para repatriar sus restos, o incinerarlos. Se despertaron incógnitas sobre su fortuna, al descubrirse una cuenta bancaria en el Lombard Odier de Ginebra. Inexplicablemente a penas una cuadra de una calle que se bifurca, ostenta el nombre de Borges desde el 2003, mientras que el manuscrito de El sur, “acaso mi mejor cuento”, se exhibe en el museo de una fundación, a orillas del Lago Leman. Una piedra recordatoria cinceló el centenario de su nacimiento en 1999, clavada “en una esquina cualquiera”, frente al apartamento donde se extinguiera en 1986. Esculpido en la prosa, ahí se lee en francés que Ginebra fue una de sus “diversas e íntimas patrias”, merecida “en el decurso de sus viajes”, a la que le debiera amores y desventuras, “la más propicia a la felicidad”. En el libro, el verso concluye “que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo”.
Juan Gasparini, Ginebra, Suiza, Autor de “Borges: la posesión póstuma” (Akal, Madrid, Fondo de Cultura Económica, México, 2000).
(1) La Repubblica, Roma, 27-5-2016.
(2) El País, Madrid, 22-8-1999.